El arte ha muerto y ni Cuevas podrá resucitarlo: recordando a Melquiades

Escrito por  Maris Bustamante 24 Abr 2006

Esta frase se hizo famosa en la Escuela de San Carlos cuando Melquiades Herrera Becerril la hizo como una pinta en uno de los muros de lo que se conocería después como “el Anexo”, allá por el año de 1970, creo. Dicen que Melquiades usaba barba y boina en esa época y que ya desde entonces tenía muy claros sus placeres en este mundo: fumar, beber con sus amigos, comer y el mejor de todos: alimentar su curiosidad con todo aquéllo que se conectara con su forma de vida cotidiana, que era dirigir incansablemente su inteligencia hacia el arte, recorriendo las calles de esta ciudad.

 Hay muchas maneras de valorar la importancia de los artistas y sus obras. Para mi son dos las importantes sobre todo en el caso de los artistas conceptuales y no objetuales. Una de ellas es por la obra aportadora material efímera que dejan muy bien documentada y la otra por la influencia que ejercieron en las formas de pensar de su momento. Juntando las dos obtenemos individuos muy robustos, realmente de excepción.  En el sentido tradicional de medir a un artista, Melquiades no dejó una obra vasta ni tampoco catálogos ni libros editados sobre sus teorías conceptuales del arte, porque precisamente a él, le preocupó dejar sus ideas y sus obras, hasta sus escritos, en lugares que encontraba en la realidad, como nichos especiales para eso. No fué de esos artistas neuróticamente preocupados por la fama o por estar en el mercado del arte, y mucho menos se preocupó por acercarse a la gente por lo que le podía conseguir en el ambiente artístico. Por eso todos los que lo conocieron, lo respetaron. Pero ciertamente nos dejó una herencia muy significativa. Nunca retrocedió en sus posiciones frente al arte y los artistas. Asumió la parte no objetual de su persona creando un personaje exactamente igual a si mismo pero público. Muy pocos tuvimos acceso a la vida privada de Melquiades.

Todos aquéllos que lo conocimos no lo olvidaremos jamás y me atrevería a decir que aquéllos que no lo conocieron personalmente, pero que oyeron hablar de él, tampoco van a olvidar lo que oyeron, las anécdotas que sobre él se dijeron. Es más, aún cuando no se hubieran presenciado sus acciones y sus actitudes directamente, son tan ricas e inusuales y tan llenas de un humor mexicano tan áspero e imperdonable, que casi se ven de bulto. Al escribir esto, yo misma recupero imágenes aún hoy increíbles, como su propia persona siempre acompañada por un portafolios muy especial: un estuche viejísimo de madera de esos donde los estudiantes de las escuelas de arte guardan los óleos. El guardaba cosas increíbles ahi. Desde luego que el verlo asi, siempre provocaba los mismos chistes: que si era pintor de paisajes, que si no podia dejar la escuela atrás, que si con la Academia a cuestas o que si ahí cargaba hasta a su madre… Siempre se reía de lo que le decíamos.

 Melquiades siempre fué un caballero, muy elegante hasta cuando nos invitaba unos tacos de barriada eso si, muy selectos, y ante muestras de excesiva vulgaridad guardaba un rotundo silencio. Contestaba las agresiones directamente pero con paciencia, casi con lentitud pero con la mirada fija en el otro, fuera éste contrincante o no. A veces las contestaba sólo con una carcajadota tan aparatosa y de un estilo tan de él, que su efecto era tan grande como si se hubiera tratado de una devastadora afrenta. Sus risotadas siempre se oían desde lejos. Y ahora que hablo de su mirada siempre fija en sus adversarios, ¿cómo olvidarlo mirando o mirándote? Uno de sus ojos siempre estaba desviado lo que cuando lo conocías poco te desconcertaba. Y a pesar de este defecto, su mirada en lo visual siempre era certera y directa y quiero decirlo asi: siempre daba en el blanco. Qué paradójico que una persona pueda tener un ojo chueco y que pueda ver tan bien, cuando casi todos los otros teniendo los ojos derechos, de dos no se les hace uno…. 

No solamente era grato compartir con él el que le gustaba estudiar, sino que lo que estudiaba e investigaba siempre era sorprendente, como si todos los pedazos que iba juntando lo llevaran siempre a un verdadero descubrimiento que sabía compartir sólo con algunos elegidos. Considerando el drama de casi la mayoría de las personas que conocemos, las cuales casi nunca tienen ni objetivos ni blancos ni pasiones en esta vida, pues él era como un sobredotado en eso. Por eso también era certero como maestro y como amigo de sus amigos. Me imagino que el que sabe ver, como lo hace todo el tiempo y esto le causa un placer inmenso, pues repartir de lo que le saca a la realidad hace que ese placer aumente.

 Asi que se me ocurre imaginar al Gordo siempre viendo clarito clarito como está armada la cosa en este mundo de humanos y por eso ocuparse él y su tiempo en lo que verdaderamente tiene importancia, para burlarse y divertirse con los absurdos y en darse gustos relevantes y de oportunidad histórica, o sea, ahorita. Preparaba mucho sus apariciones en exposiciones o eventos académicos que consideraba requerían de su presencia y nada en su atrezzo era debido al azar. Llegó a conocer y calibrar muy bien el impacto de su presencia ya que era muy alto y corpulento, asi que mientras muchos veían a un ser estrafalario, los enterados veian un performance de carne y hueso.

 Como Melquiades nació el 24 de mayo de 1949, tenía 54 años cuando murió el pasado 18 de octubre. Cuando lo llevábamos a enterrar entre familiares, amigos, fans y alumnos, me acordé de cosas que nos habían conectado, las agradables y las muy tristes, porque todo lo que vale la pena en esta vida, duele. En medio de estas sensaciones miré alrededor en el cementerio donde Melqui se quedó y vi cosas que a él le hubieran divertido, como la joven con paraguas que era como la edecán de su entierro y que nos avisaba que iban a pasar el agua bendita, que le podiamos echar la tierra al ataúd, en fin. También había un sacerdote en un púlpito portátil, como un display, desde donde esperaba solitario a aquéllos que requirieran de sus servicios como si fuera un performancero antes de empezar su acción. Adolfo Patiño me dijo que la caja en la que iba Melquiades tenía un acabado como de diamantina y que era perfecta. Tal vez para que fuera realmente perfecta sólo le faltó que se le hubieran acomodado encima algunas piezas selectas de las miles que constituyeron su colección de objetos, todas de un kitch sublime, que fué coleccionando a través de los años. También algunas de sus fotografías hechas en Polaroid, como aquélla serie sobre los cofres de los coches los que a través de sus tomas encontraron un personaje como para existir y ejercer un nuevo rol en la ciudad. ¿Cómo olvidar su caja de gelatinas? Gelatinas de poliéster exactamente iguales a las que vemos en la Merced y en los mercados.

 A pesar de que cuando se muere gente como Melquiades dejan en el mundo un hoyo negro indescifrable, por otro lado me animo, porque quiero imaginarme a Rubén Valencia esperándolo en el lugar de Nunca Jamás para ahora si, entre los dos, hacerle la vida imposible a Dios.

 

Maris Bustamante 

© Derechos Reservados 2003. Página principal de Pinto mi Raya 

Visto 4278 veces
Valora este artículo
(0 votos)

Deja un comentario

(*) Campo requerido.